La lluvia comenzó a golpear suavemente contra los ventanales de la biblioteca. A pesar de ser escasamente las siete de la tarde, ya había oscurecido totalmente. Las espigadas farolas del parque próximo estaban encendidas.
La biblioteca, de altas paredes de madera envejecida, era estrecha, oscura, y sin embargo, reconfortante. Tenues luces verdosas iluminaban cada pequeño escritorio, transmitiendo un halo de vaporosa tranquilidad. Había algo en esas estancias que recordaba a la casa de una matriarca decimonónica, con esa decoración anticuada y vetusta del romanticismo; cursis cuadros con pálidas rosas, pesados cortinajes de oliváceo terciopelo apolillado.
Una puerta se cerró en la entrada: el último lector se marchaba. Sólo quedaba ella, y ya sabía que pronto el bibliotecario se acercaría para advertirle que iban a cerrar.
Lucía experimentó un sentimiento de tristeza y un poco de angustia, como siempre que llegaba la hora del cierre.
Se levantó y se internó de nuevo entre los pasillos en los que los tomos parecían anidar, como pájaros olvidados y polvorientos. Sólo quería retrasar el momento de la marcha. Sólo un poquito más.
Sus dedos pasaron lentamente por los lomos de sus amados libros. Cada uno era un viaje, una experiencia, un aprendizaje vivido a través de ojos ajenos. Eran vida, detenida, en suspenso, a la espera...pero vida.
Tal vez debería ser valiente y no volver. O mejor, debería ser osada y volver; hablar, decir, explicar. Que esa no era su casa, que no se sentía parte de esa historia, que no amaba a nadie de los que allí vivían. Pero sabía que eso no sería posible. No lo sería nunca. Ojalá, pensó con amargura, hubiera tomado las decisiones adecuadas.
Se detuvo su mano sobre un estrecho lomo. Lo miró con curiosidad. Era un libro con un raro formato: totalmente cuadrado, negro por completo; tan sólo en el lomo tenía grabado un pequeño dibujo. Lucía se ajustó las gafas, intentando distinguir el dibujo en la penumbra. ¿Una flor? Sí...sin duda, era un delicado nomeolvides dorado, labrado con mucho gusto.
Suspiró- ¿acaso no había suspirado hoy mil veces?-, y la curiosidad ante lo que el pequeño libro ocultaba la hizo sonreír. Quizá una historia de amor, ansias y lágrimas; tal vez un estrafalario cuaderno de viaje, quizá simplemente un tratado sobre jardinería y botánica. Era una historia mínima, que la esperaba sólo a ella. Reprimió el impulso de abrirlo para saber más.
El bibliotecario la miró con fastidio: de no ser por Lucía, podría haber cerrado mucho más temprano. Ella le ignoró alegremente y le deseó buenas tardes con educación.
Bajo la lluvia, el geriátrico parecía más frío, triste e impersonal que nunca.
Lucía abrazó el librito con fuerza y se obligó a avanzar hacia el lúgubre edificio, agarrando trémula el bastón.
Una cosa era segura: ese libro la consolaría como un buen amigo.